Brandon Hernández Huentecol a dos años del baleo de Carabineros: “El Comando Jungla se está preparando para una guerra”

Brandon Isaac Hernández Huentecol recibió más de 180 perdigones de plomo en su cuerpo de 17 años hace casi dos años. 30 de ellos se mantienen en su cuerpo, elevando cada día los niveles de plomo en su sangre, que lo condenan a una enfermedad futura. “Brandon, el de la risa”, es el segundo capítulo de “Tiempos Peores. Crónicas de un Chile que viola los derechos humanos”, el nuevo libro del periodista Richard Sandoval, presentado aquí en exclusiva por El Desconcierto.

La Maca lo agarra firme con su dentadura por las costillas, sabe perfectamente dónde atacar para que el destino fatal de su objetivo sea inevitable. Lo ha hecho ya decenas de veces. La oscuridad es su cómplice entre los obstáculos del campo, donde a esta hora los ruidos deben reducirse al mínimo. Cualquier hoja resquebrajada que se pise, cualquier movimiento brusco, puede atentar contra la cena de hoy y de mañana. Maca es la más obediente de los galgos que viven en el sitio y esta noche se ha portado fantástica. Su pelaje atigrado le da una apariencia más temible que la de sus compañeros, el Choco y la Paloma. Maca ya tiene cinco años y es la más corredora de la villa. Es que fue preparada para acechar liebres y capturarlas con el hocico. Así la criaron. Con dos conejos al hombro, Brandon y su padre vuelven a casa, a paso lento.

Por la carretera que conecta la Villa Las Águilas con Collipulli pasa una patrulla de carabineros a toda velocidad. Lleva la baliza encendida y de vez en cuando pita con su intensa bocina. Al notarla, los latidos de Ada se aceleran y decide llamar a Brandon. Toma el celular y marca. Han tardado más de la cuenta con su padre y se ha comenzado a intranquilizar.

—Hijo, pasó una camioneta de pacos. Cuídense. Véngase con cuidado.

—Se han visto casos de jóvenes que salen a conejear a los campos y después llegan a tocar la puerta a decir a los papás que les dispararon —piensa Ada, mientras hace los preparativos para la cena, ya enterada del arribo al hogar de los conejos. A Brandon antes no le gustaban, pero desde que en casa de su suegra los probó estofados, ahora es uno de sus platos favoritos, con harto jugo. Es bonita la vida de campo, sigue reflexionando Ada, pero ya no se puede estar tranquila. La tranquilidad es una palabra que ya no tiene sentido en esta casa desde el domingo 18 de diciembre de 2016, la mañana en que todo cambió.

Salir a cazar es una de las actividades que más feliz hace a su hijo. Antes, lo motivaba el trabajo con los motores de los autos. Pero ya no se los puede. Antes, solo o con la ayuda de su abuelo, era capaz de tomar un motor inmenso para moverlo y trabajar en su reparación. Pero ya no. Le gustaría volver a tener la fuerza para meter las manos grasientas entre las mangueras y recovecos de los motores. Por eso se conforma con la caza de conejos, donde la fuerza más bruta la hace la Maca.

Brandon tampoco puede salir al patio a picar leña. Tal como cuando ha intentado volver a mover motores, el uso de fuerza desmedida para sus posibilidades lo lleva al otro día al hospital. Vomita, le da diarrea hacer fuerza, como hacía antes del domingo 18 de diciembre de 2016. Brandon no puede hacer la vida normal de joven de campo porque aún conserva en su abdomen treinta perdigones de plomo. Treinta de los ciento ochenta que traía el cartucho que un carabinero decidió disparar en su cuerpo, en su cadera, en el hueso de su cadera, donde se abrió un agujero que permitió desparramarse los perdigones negros que cortaron en tajos incontables su carne por dentro.

Las carnes superficiales que abrieron los perdigones se convirtieron en tres grandes cicatrices que hoy atraviesan el abdomen de Brandon. En su piel blanca, adolescente, tersa, los tajos aparecen colorados, como si aún estuvieran resguardando heridas vivas. Los tres tajos, de entre veinte y treinta centímetros, están distribuidos casi a la misma distancia uno del otro, como ordenados geométricamente. Brandon los muestra y se los toca con alegría, como si no estuviera consciente de que lo acompañarán para toda la vida.

—Cuando me las vi en la clínica pensé que se veían bacán.

Son duras, es como que tocara algo que se levanta por debajo.

En las tres grandes cicatrices Brandon no se aplica cremas especiales ni nada para remediar las costuras que volvieron a unir su piel. No le interesa, dice, con una naturalidad que sorprende. Lo que sí le gustaría es dejar de cojear y recuperar la movilidad de algunos dedos de los pies. Con el bombardeo de cuchillos en miniatura que sufrió su cuerpo, los nervios que indican el movimiento de los dedos aún están dormidos, como dice su mamá. Por eso toma leches especiales. Pero a él eso parece no preocuparle. El juega nomás, ríe con el gallito que llevan en la garganta los adolescentes que no terminan de encontrar la voz, y juega con Francisca, su polola, su primera polola y la primera niña que lleva a la casa.

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Fuente: El Desconcierto